martes, 6 de abril de 2010

cuento

Con las manos atadas
zul l y s h i r l e y h e n a o u r r e a

Todo comenzó cuando mi padre perdió su empleo y mi madre
no ganaba el suficiente dinero para mantenernos a mis hermanos y
a mí. No sé si fue por el ocio o por la falta de dinero, pero mi padre
se convirtió en una persona violenta, y mi madre estaba ya cansada
de los golpes que recibía cada noche cuando él llegaba borracho.
Una de esas noches, más borracho que de costumbre, mi padre
quiso tener sexo con mi madre, pero ella lo rechazó, y fuimos nosotros,
sus hijos, quienes pagamos las consecuencias: nos amarró
de pies y manos y nos empezó a golpear con un lazo. Mi madre
trató de impedirlo, pero mi padre la empujó tan fuerte que rodó
por el piso y su cabeza se golpeó contra la pared. Mis hermanos
estaban asustados, lloraban y temblaban. Yo quise hacer algo para
detener eso, pero me sentí impotente, con las manos atadas.
Pasaron muchas horas antes de que mi padre se calmara y decidiera
desatarnos. Corrí donde mi madre, sangraba. Me dijo que
me fuera lejos con mis hermanos, pero no pude hacerlo porque me
dolía todo el cuerpo y mis hermanos, tirados en el suelo, estaban
aún más maltratados y no podían siquiera moverse. Fue tan fuerte
la golpiza que estuvimos una semana entera en la cama, mientras
uno
mi madre moría lentamente sin que a él le importara y sin que
nosotros pudiéramos hacer nada. Mi padre, aprovechando la situación,
llevaba a sus amigos a casa, se emborrachaban y se metían
a la habitación de mamá, la manoseaban y la violaban. Era algo
asqueroso lo que mi padre hacía con mi madre. Lo odiaba, lo detestaba,
hasta pensé muchas veces en matarlo, pero le tenía mucho
miedo y pensaba que, si lo hacía, podría ir a la cárcel y no quería
dejar solos a mis hermanos. Con mi madre a punto de morir, yo
era lo único que tenían, la única persona que podía ayudarlos.
Cuando pude hablar nuevamente con mi madre, ella llorando
y con la voz entrecortada volvió a pedirme que escapara con mis
hermanos y me entregó algún dinero que tenía guardado, me dijo
que lo escondiera bien y no lo dejara ver de mi padre. En ese momento
llegó él, estaba muy borracho, mucho más que los amigotes
con los que llegó, quienes al ver a mis hermanos los miraron con
maldad y empezaron a acariciarles sus partes íntimas. Yo traté de
impedirlo, pero mi padre me golpeó. Mis hermanos lloraban y me
pedían ayuda. Mi padre me tenía aprisionada y yo nada podía hacer,
entonces me dijo que la única forma de ayudar a mis hermanos
era accediendo a tener sexo con todos sus amigos. Yo me negué
rotundamente y lloré, pero ellos me tomaron a la fuerza, mientras
mis hermanos lo presenciaban todo. Era horrible todo eso que nos
estaba pasando y yo no sabía que hacer para salir de esto.
Cuando todos estuvieron saciados, siguieron bebiendo hasta
quedarse dormidos de la borrachera. Yo, entonces, aproveché y sigilosamente
salí de la casa casi arrastrándome, pedí auxilio y muy
pronto alguien llegó con la policía. Se llevaron a mi madre en una
ambulancia, pero nada pudieron hacer por ella. A mi padre y a sus
amigos los metieron a la cárcel, pero pronto los dejaron libres porque
no había pruebas de lo que habían hecho. Yo no quise someterme a ningún examen y la muerte de mi mamá fue, según la autopsia,
por causas naturales.
Saqué, de donde lo había escondido, el dinero que me dio mi
madre y compré un veneno para ratas, cuando papá llegó a casa,
se bebió la última cerveza de su vida

El último viaje del cóndor
a l e j a n d ro g a b r i e l p é r e z r u b i a no
Nostálgico, perdido entre un mar de pensamientos, se le veía
sentado en su silla, aquella que siempre le era fiel, como si esta
misma se fuera a ir a otro mundo con él. Se lo veía distante, casi
ajeno, perdido. Los curiosos llegaban a aquel lugar soplado por
el tiempo, como atraídos por un llamado lejano y siempre se preguntaban
por lo que le había pasado a aquel hombre al que se le
veía resignado: aquel que no hablaba, no miraba, apenas respiraba,
escasamente se movía; aquel cuyos ojos reflejaban un vacío
insondable. Contemplarlo se sentía como perderse entre miles de
nubes, como si no existiera nada más que la constante sensación
de estar recordando un pasado que no existe, que no volverá.
El sólo mirarlo provocaba un llanto profundo y afligido en los
más débiles de corazón. Aquel hombre de cabello blanco no
como la nieve sino más bien como las nubes; aquel hombre que
parecía la ironía misma en vida, siempre con su expresión feliz
al tiempo que nostálgica. Ese que semejaba un rey desolado
con su triste mirada posada en su reino caótico y no un viejo
demente que parecía haber sido condenado por Dios a una muerte en vida.
Su historia me llegó susurrada por el viento como parte del
repertorio traído por los viajeros del cielo. La vida de aquel hombre
se puede resumir en una sola frase o extender a lo largo de
páginas y páginas y aún así ni siquiera cabría en la imaginación
del hombre. Su nombre se perdió en el viaje que hizo esta historia
hasta este humilde redactor. Sólo sé que hoy es conocido como el
“Cóndor”. El Cóndor, en los años que ya se olvidaron en el tiempo,
solía ser un humilde poeta que vivía de palabras y se alimentaba
de letras de noche y de día. Aun cuando era un hombre muy pobre
y desdichado, siempre se lo veía altivo, orgulloso, imponente,
su rostro reflejaba una sabiduría demasiado profunda y aun así
sarcástica en su inocultable ingenuidad.
Sus poesías eran, en su eterno anonimato, apreciadas como tesoros
de la literatura perdida entre páginas olvidadas. Sus escritos
fueron piezas magistrales de inspiración mundana pero a la vez preciosista.
Tras sus letras se dilucidaba siempre un mensaje nostálgico
que dejaba como única salida aquel sentimiento que él nunca pudo
sentir o que tal vez simplemente nunca pudo recordar: el amor.
El Cóndor siempre se sintió ajeno a los problemas del mundo,
aquellas miles de querellas que aquejaban a este mundo, siempre
le parecían problemas ilógicos, casi estúpidos. Nunca pretendió,
como buen trovador, hacer nada por nadie, tan sólo trasmitir el
mensaje y que cada quien lo tomase como le viniera. Hasta que
llegó aquel sombrío día en el que el Cóndor, como todo genio,
alcanzó más temprano que tarde aquel punto indefinido entre la
necesidad de la existencia por la creación y la idealización de la
inexistencia por la inmortalización del alma, lo que en términos
más mortales sería una crisis existencialista.
Pero el Cóndor no era un genio cualquiera. Él en su propio mar
de creencias disueltas en su mezcolanza mental, aunque estaba
convencido de que no había nacido para este mundo tan inferior
a sus extensiones mentales, sabía que este mundo estaba ligado a
más de una dimensión y escaparse de él era solo cuestión de voluntad.
A veces cuando era tan sólo un niño y se encontraba confinado
por sus colegas, debido a cuestiones que siempre han aquejado
a los genios, simplemente se escapaba dentro de su imaginación,
iba a cualquier lugar de su mente y disfrutaba de los recuerdos
más emocionales o los más impactantes y, cuando se aburría de
la monotonía de los espacios humanos se expandía y viajaba por
universos interminables y así resistía la soledad a la que había sido
condenado mucho antes de nacer. Ahora cuando intentó viajar
por aquellos espacios recónditos en la infinitud de su mente se dio
cuenta de que ya estaba demasiado viejo, que su mente no podía
reproducir con igual facilidad aquellos universos donde solía mecerse,
hasta el punto en que las demás prioridades de su mente eliminaron
furtivamente su posibilidad de imaginar; su posibilidad
de trasladarse a lo más profundo de su mente. Cuando el Cóndor
evidenció la traición íntima de la que era víctima se sintió desesperado
y más humano que nunca antes en su vida. No le gustaba
esa sensación, lo hacía sentir repugnancia, asco, náusea. Gritaba y
buscaba desesperadamente una salida a su dolor.
Hasta que por fin la vio junto a su ventana recordándole la altivez
de antaño, la libertad, el eterno desafío a las leyes mortales.
Era aquel el rey de los Andes que lo miraba fijamente como desafiándole.
Desesperado por el revoltijo en su mente, tomó la última
gota de cordura que le quedaba y gritó conjeturando a aquel Dios
que lo había condenado, pidiéndole ante aquel majestuoso animal
que su alma fuera expandida y aunque fuera por un solo día
poseer el cuerpo del cóndor. Sin pensarlo más y con intención de
acabar con su tormento se abalanzó hacía el vacío.
Cuando abrió sus ojos y vio aquella imponente vista pensó estar
en el paraíso, mas pronto se dio cuenta de que el cóndor había
aceptado el pacto. Así, ahora volaba libremente. Primero toscamente,
pero luego de forma majestuosa, abrazaba el aire, lo sentía
bajo sus alas, hacía toda clase de maniobras y volteretas, viajaba
largas distancias, se posaba suavemente sobre las más altas cumbres
y volvía a caer al vacío como inmolándose a la eternidad.
Reposaba en un árbol y se dejaba acariciar por el viento matutino.
Se sentía otra vez libre. Había perforado la barrera que sujetaba su
alma a su cuerpo, había fusionado su imaginación y su presencia
física creía haber rebasado ya los límites de la divinidad. No podía
esperar a describir todo esto. Todo lo que había descubierto, la
verdad que le había sido oculta al hombre; sólo que al intentar regresar
a su cuerpo recordó de golpe que todo pacto con un dios es
injusto, su alma había quedado ligada a ambos seres, él era a la vez
alma de cóndor y cuerpo de humano. No podía escribir nada pues
su alma había sido condenada a vagar como un cóndor en el cielo.
Según cuentan los viajeros del viento, sólo logró escribir una frase
antes de quedar en el estado de letargo al que hoy sigue confinado:
“El cóndor vuela alto pero siempre regresa a su nido”.



La trágica indiferencia
d a v i d f e l i p e g u e r r e ro
Es de noche, bajo el manto violeta alumbrado ligeramente
por puntos amarillos y blancos que parecen puestos al azar, se encuentra
ahora un niño esperando a su madre.
Pasan dos, quizás tres horas, y el niño sigue ahí, clavado sobre
el suelo; casi inmóvil. No chilla ni se queja, no produce el
más mínimo ruido, sólo se cuelan unas tímidas pero constantes
lágrimas sobre sus ya enrojecidos ojos, formando un pequeño
charco alrededor de sus pies. El niño parece una muerta estatua
de mármol.
Su madre por fin llega, y como si tuviera pequeños pedazos de
vidrio en su garganta, le grita a su pequeño desde el otro lado de la
avenida con una voz pequeña y afónica:
–¡¡Ven acá, nene!!
El niño sale de su trance y corre atravesando la avenida. No
alcanza a cruzar al encuentro con su madre, no alcanza a sentir
su cálido pecho; un bus rojo y muy largo lo enviste rompiéndole
todos y cada uno de sus delgados, frágiles y delicados huesos;
sólo se escucha un ligero traquear y el caer de un cuerpo liviano y
estéril. El niño cierra los ojos que ya no lloran, y muere postrado
sobre el frío y áspero concreto de la ciudad negra. La madre lo llora
y grita desesperada, intentando en vano despertar.
Se cierra el telón y la escena y, con ella, el acto y la obra acaban.
Nadie del público aplaude… todos estaban dormidos.



Sociedad paranoica
j h o n a t h a n b a l v í n r e s t r e p o
Me persiguen, me siguen dos hombres y una mujer. Los he
visto de reojo por encima del hombro derecho o del izquierdo, cómo
sus cuerpos reflejados en las vitrinas de los almacenes se alejan cada
vez menos, cómo intercambian puestos para que no los descubra.
Para mi desgracia, el semáforo está en rojo. Ángel de la Guarda, protégeme
de todo mal y peligro. Allí, dos pasos a mi izquierda, está el
tipo de camisa de cuadros rojos. Cuatro pasos a su derecha está la
mujer, y el tipo con la gorra de los Yankees se encuentra justo detrás
de mí. Ya me hicieron el triángulo del robo. Acá fue, acá me robaron,
acá por fortuna no me robaron. Verde. Por distraerme con el cambio
de luz perdí de vista a la mujer. “Cuidado, allá lo están esperando”,
me modula repentinamente el Ángel de la Guarda en el oído de la
conciencia al ver a la mujer parada en la esquina dialogar con dos
hombres diferentes a mis perseguidores. Acá fue, acá me robaron,
acá tampoco me robaron. La mujer y su compañía ni me determinaron.
Claro, cómo iban a actuar si cuando crucé a su lado pasaron dos
patrulleros. Gracias Ángel de la Guarda por salvarme otra vez.
Rojo. El semáforo está en rojo. Lo mejor será tomar un taxi para
perder a estos hijueputicas que me persiguen desde tres cuadras
abajo, no sea yo tan de malas y me roben los paquetes. Son cuatro:
tres hombres y una mujer. ¡Taxi!
Rojo. La luz del semáforo está en rojo. Allí está el hombre de camisa
de rayas que me persigue desde que salí del centro comercial.
He visto cómo se acerca siempre por el lado donde cargo el bolso. Su
compinche debe ser este de camisa de cuadros rojos que está detrás
de mí, sólo se separan cuando volteo para ver cómo están de cerca.
La creen a una pendeja. Verde. Allí van, allí cruzaron. Son tres, no
había visto al hombre con la gorra de los Yankees que le susurró algo
en el oído derecho al hombre de la camisa de cuadros rojos.
Rojo. Otra vez el semáforo está en rojo. Dos almacenes atrás se
quedó la mujer que piensa que le voy a robar el bolso. Pobrecita,
la entiendo porque yo siento lo mismo con estos idiotas que me
persiguen hace seis cuadras. Ahora son dos, a la mujer no la veo
desde dos cuadras atrás. Verde. ¿En dónde está el tipo con camisa
de cuadros rojos? Ahí está, me ha rebasado. Acá fue, acá si me
robaron, me hicieron el conocido sánduche; pero, acá tampoco
me robaron. Me he salvado. Los dos tipos han cogido una ruta de
bus diferente a la mía, y no tengo porque preocuparme, todo fue
simple paranoia de que me robaran el primer sueldo. Desafortunadamente
no puedo decir lo mismo de la mujer que piensa que
le voy a robar el bolso, quien se subió en el mismo bus donde
va su atracador: yo




El amor
d a n i e l a r amí r e z enr íque z

Hola, me llamo Esther. Ayer mientras iba a la escuela me
encontré con Alan, el chico de quinto al que le gusta mi amiga
Margarita.

No sé, no la veré hoy –le dije cuando me preguntó por ella.
–Toma –y me entregó una caja con una cinta roja que parecía
contener un regalo–, pero no lo abras, ya sabes que está mal abrir
los obsequios ajenos. Esta noche lo guardas en tu casa y mañana se
lo entregas. Le dices que es de parte de su príncipe azul.
Al príncipe azul de Margarita le faltan dos dientes, tiene la cabeza
llena de piojos y si tú le miras las manos detenidamente siempre
están sucias con las uñas llenas de tierra. Me alegró de que fuera
su príncipe azul y no el mío. Pero tenía curiosidad por el regalo,
no me imaginaba qué podía ser: quizás un sapo destripado o un
murciélago carcomido por las hormigas, seguramente su último
diente perdido luego de la caída de un árbol. De Alan se podía
esperar cualquier cosa.
Como sea, lo guardé en el fondo de mi maletín y continué mi
camino hacia la escuela. Al regresar a casa y sacar mis libros, nueu
n o
vamente volví a ver el regalo envuelto en su cinta, sólo bastaba
halar una de sus puntas para liberar la tapa. Era una caja mediana
como esas que se usan para guardar zapatos.
Después de recibir las buenas noches, más el beso de mamá y
de, sinceramente, tratar de dormir, moví mi brazo y prendí la lámpara.
Entonces pude ver el regalo mirándome desde la cómoda.
No lo soporté más y me levanté, tenía que abrirlo. Jamás imaginé
que esa decisión cambiaría mi vida para siempre.
Adentro había una caja de música con una melodía tan bella
que apenas la escuché hizo que me enamorara perdidamente
de Alan.
Al siguiente día, cuando venía de la escuela, me volví a encontrar
con él. Mi corazón saltó emocionado.
–¿Ya se lo entregaste?
–Sí, sí, se lo entregué –mentí.
–¿Qué dijo?, ¿qué cara puso?, ¿le dijiste que era de parte de su
príncipe azul?
–Si, eso le dije, pero ella como si nada, simplemente se marchó.
En agradecimiento por haberle hecho el favor, Alan me acompañó
a casa y se ofreció a llevarme los útiles escolares. Mientras
caminábamos me contó que el obsequio que había enviado conmigo
a Margarita se lo había dado una mujer muy vieja que vivía a
las afueras del pueblo en una cabaña destartalada. Se había topado
con ella cuando regresaba del río.
–Si no tienes quien te quiera pero te gusta una linda niña del
pueblo, dale esto –le había dicho la vieja.
Según Alan, la mujer sacó de un costal la caja de música y le
dijo que era mágica, que la chica que escuchara la melodía quedaría
prendada de amor por él. A cambio le pidió los peces que Alan había pescado en el río esa mañana. No le dije nada y me marché.
Al parecer yo había caído en una trampa. Mi mente me decía que
Alan era el chico más vago, sucio y feo del pueblo; pero mi corazón
estaba loco de amor por él. Tenía que encontrar a la mujer y
deshacer el hechizo. Esa misma tarde salí del pueblo, hacía el río,
según la indicación que me había dado el propio Alan. Las paredes
de su casa estaban hechas de madera curtida por la humedad y por
techo había un chamicero de paja seca. Más parecía el nido de una
bruja que la casa de una cristiana.
Tras llamar a la puerta con algo de temor, la vieja me abrió y de
inmediato me preguntó qué se me ofrecía. Yo le narré lo sucedido.
Ella, sin decir nada, dio media vuelta y se dirigió al último cuarto
de la casa. Yo supuse que buscaba un antídoto para el hechizo,
algo para deshacer el conjuro y volver todo a la normalidad.
Pero no fue así, cuando regresó, me entregó un frasco diciéndome
que contenía un perfume, que cuando me lo untara, Alan
moriría de amor por mí. Huí de ese feo lugar odiando a esa mujer
y odiándome a mi misma por curiosa y por tonta, pero me llevé
el perfume.
De pronto, detrás de la boca desdentada de Alan, de sus manos
sucias y su cabeza hueca, empecé a adivinar al príncipe azul que
se me había revelado en la caja de música. Quería correr hacía él,
abrazarlo y besarlo y decirle que lo amaba. Pero mi mente me detenía,
diciéndome que yo había sido víctima de un hechizo y que
no existía tal príncipe ni tal amor por él.
Como sea, al final, Alan y yo nos hicimos novios. La vieja tenía
razón, sólo fue cuestión de hacer que Alan oliera el perfume para
que se olvidara para siempre de Margarita y me quisiera sólo a mí.
Desde entonces pienso que el amor es como una música suave y extraña, como un perfume fino y delicado que va más allá de
nuestros sentidos y nos embriaga hasta el alma. Sí, el amor es una aventura.
Celda 105
j e n ny p a o l a ma r í n s a l a z a r
Aquí estoy en la celda número 105 de la cárcel Modelo de
Bogotá, entre cuatro paredes, rodeado de desdicha y componiendo
una y otra canción a la luz de este farol para “mi viejo” que durante
toda su vida soñó ser parte de un mundo que yo conocí para cumplir
su voluntad. Recuerdo aquellos momentos cuando estando
postrado en su cama, testigo de su agonía en medio de esa enfermedad
que le carcome el cuerpo, me pedía con el más profundo
sentimiento y con su dulce susurro de voz que le cumpliera su
último deseo... la ilusión de verme –a pesar de nuestra lamentable
situación de pobreza–, convertido en el héroe que él había querido
ser, vistiendo con el mayor de los honores el uniforme militar. Ese
uniforme anhelado por muchos, desdichado para otros, y por qué
no decirlo, también para mí, pues hasta entonces mi pasión era totalmente
diferente. Mis anhelos estaban puestos en que mis notas
musicales pudieran recorrer el mundo y hacer vibrar los corazones
de muchos. Quería componerle canciones a la vida, al amor y a la
verdadera lucha... la lucha por la felicidad. Incluso cuando ingresé
a la milicia pensaba que mis acordes, mis melodías, podían llenar
las vidas de aquellos que me acompañaron durante esa amarga
pesadilla en la que mi verdugo, el Capitán Zapata, hizo que mi
fantasía se derrumbara en mil pedazos.
En el batallón fui víctima de incontables humillaciones, maltratos
y violaciones de mis derechos y de mi propia dignidad. Tuve
que soportar por mucho tiempo la actitud de un jefe autoritario,
prepotente y déspota, que en lugar de un ejemplo a seguir se convirtió
en mi peor enemigo. ¿Y todo por qué? Porque era un tirano
que me discriminaba sólo por mi condición de pobreza. Su trato
no era el mejor, me despertaba más temprano de lo establecido y
con su aguda voz me gritaba: “Soldado Martínez, arriba”, cuando
la aurora mañanera apenas asomaba en el horizonte. Mientras los
demás disfrutaban su bonito sueño yo tenía que hacer doscientos
de pecho y darle cinco vueltas al batallón y eso con frecuencia sucedía
sólo por haber omitido una acción, mientras él se burlaba y
me golpeaba con su macana si no actuaba como él ordenaba. Él se
divertía mucho con mi desgracia, pero yo no era culpable de estar
en estas condiciones. No nací en cuna de oro pero tengo un corazón
que vale más que todos los lujos que él poseía. Me amenazaba
con que si no hacía lo que él me pedía, me quitaría la licencia de
fin de mes y me quedaría sin ver a mis seres queridos por un buen
rato. Pero no... yo tenía que ver a mi padre, el autor intelectual
de este sufrimiento, porque por él estoy dispuesto a hacer hasta
lo imposible.
Como de costumbre yo era un conejillo de indias, un trapo, el
objeto que el Capitán Zapata manejaba a su placer, pero ¿yo qué
podía hacer? Me sería imperdonable no cumplirle a mi viejo y peor
aún sabiendo que el cáncer día tras día lo iba consumiendo. Me
motivaba saber que tal vez, con un sueldo que no iba a ser el mejor
–porque estoy seguro que el Capitán no me pagaría lo que corresponde–,
podía comprarle sus costosas medicinas y pagarle el traj tamiento que tanto necesitaba. Daría lo que fuera por verlo sonreír
tan solo por un momento y saber que en verdad para él, aunque no
lo fuera para los demás, era su héroe, su amado hijo, del que estaba
orgulloso y el que estaba cumpliendo su sueño frustrado.
Mi madre, mi amada madre esperaría por mí con el más profundo
sentimiento, con la ilusión de que algún día con mi propio
esfuerzo pudiera sacarlos de la miseria, de ese rancho en el que
pasamos tanto sufrimiento y en el que había días en los que no
teníamos ni una aguadepanela como alimento. Por eso estaba en el
batallón, ese era mi motor, lo que me impulsaba a seguir y a soportar
tanta amargura. Al fin y al cabo nada es para siempre y todo
debía terminar algún día.
En una de esas pocas veces en que por fin tuve licencia, fui a
casa de mis padres. A la entrada estaba mi hermosa madre con
sus ojos brillantes de emoción a través de los cuales podía ver el
amor tan grande que me tenía. La mayor sorpresa la experimenté
cuando recibí un detalle aparentemente sencillo pero muy valioso
para mí: un radio. Mi madre lo consiguió con su propio sudor y
con el esfuerzo diario de su humilde labor. La abracé fuertemente
y con su dulce voz me dijo: “Sé fuerte, hijo, yo sé la amargura que
pasas, pero esto hace feliz a tu padre, siempre recuerda que aquí
te estaremos esperando con los brazos abiertos”. Por mi mente,
jamás pasó que este detalle tan bello iba a ser la causa de mi mayor
desgracia.
Regresé al batallón con regocijo y esperanza. Ya en el cuartel estaba
de guardia y decidí escuchar música. Encendí mi radio, pero
mi dicha duró muy poco. Fui sorprendido por el capitán Zapata
quien como de costumbre se llenó de rabia hacia mí sin motivo
alguno, tomó mi radio y lo destrozó en mil pedazos. Mi corazón
no aguantó más, era demasiado para mí, mi indignación era tal
u n o 101
que reaccioné violentamente y en ese momento de locura cargué
mi fusil y le disparé varias veces sin piedad a quien fue mi pesadilla
durante el tiempo que estuve como recluta en el batallón, segando
su vida. Y así fue, gané la batalla pero no la guerra, y tampoco la
ganaré porque hoy el dolor que siente mi padre y mi familia es
insuperable para todos. Sólo pido a Dios y a mis padres que me
perdonen porque cometí un error, pero lo hice tratando de salvar
mi dignidad y mi reputación. Ahora estoy pagando el precio de mi
error, no me arrepiento por el acto cometido, sino porque ahora
mi padre no va a disfrutar la dicha de tener a un héroe como hijo;
ahora lo único que tiene es a un asesino.

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